Trago saliva. Luego, entiendo por qué salto de la cama tan rápidamente. Hacía tiempo que no dejaba de lado la prisa, la tranquilidad llenaba parte de mis días, pero este no era uno de ellos.
Eran las nueve de la mañana cuando decidía abandonar la cama para ponerme frente al espejo para encontrar las emociones que vendrían más tarde. Comenzaba otro día, pero no uno cualquiera si no de estos que marcan un antes y un después. Pantalones nuevos, camiseta a conjunto con el bolso, unas deportivas y una cazadora de colores a conjunto con el presente.
Me dirigía hacia un lugar donde más verdad se podía ver en los ojos de las personas. Donde muchos deciden volar para alejarse o llegar al destino para dejar de irse de la realidad. Una vez allí, anduve recordando aquella promesa que me hice, cuando cumpliera la mayoría de edad, te llamara, te buscara para así prometerte un abrazo por cada año de frío que hemos sentido las dos.
Y, por eso estoy aquí, esperando este momento que tanto hemos deseado.
Ahora empezaba a entender el significado de aeropuerto, no el que te enseñan de pequeño, si no este que he aprendido cuando te he visto salir por la puerta de la terminal. Radiante, entusiasmada pero con una mochila cargada de dolor. En ese momento te has convertido en mi historia que has roto todos mis esquemas olvidando cualquier porque. No saber nada de ti durante toda la vida me hizo cambiar. Casi morimos en cada nombre, éramos agua y fuego a la vez, intentando huir de cada verbo que hoy nos invade. Nunca fuimos capaces de coger el verbo querer porque nos inundábamos de miedo.
Ahora, que todo ha salido bien, que el aterrizaje ha sido posible, somos dos alas cogidas por un hilo que nunca se romperá. Un hilo que une a una hija y a una madre por primera vez.
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